martes, 8 de abril de 2014

El origen de Crónica de una muerte anunciada

Volví a tener noticias de ella [Mercedes Barcha]al cabo de un mes, el 22 de enero del año siguiente, con un mensaje escueto que me dejó en El Heraldo: «Mataron a Cayetano». Para nosotros sólo podía ser uno: Cayetano Gentile, nuestro amigo de Sucre, médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio. 
La versión inmediata fue que lo habían matado a cuchillo dos hermanos de la maestrita de la escuela de Chaparral que le vimos llevar en su caballo. En el curso del día, de telegrama en telegrama, tuve la historia completa.

Todavía no eran tiempos de teléfonos fáciles, y las llamadas personales de larga distancia se tramitaban con telegramas previos. Mi reacción inmediata fue de reportero. Decidí viajar a Sucre para escribirlo, pero en el periódico lo interpretaron como un impulso sentimental. Y hoy lo entiendo, porque ya desde entonces los colombianos nos matábamos los unos a los otros por cualquier motivo, y a veces los inventábamos para matarnos, pero los crímenes pasionales estaban reservados para lujos de ricos en las ciudades. Me pareció que el tema era eterno y empecé a tomar datos de testigos, hasta que mi madre descubrió mis intenciones sigilosas y me rogó que no escribiera el reportaje. Al menos mientras estuviera viva la madre de Cayetano, doña Julieta Chimento, que para colmo de razones era su comadre de sacramento, por ser madrina de bautismo de Hernando, mi hermano número ocho. Su razón —imprescindible en un buen reportaje— era de mucho peso. Dos hermanos de la maestra habían perseguido a Cayetano cuando trató de refugiarse en su casa, pero doña Julieta se había precipitado a cerrar la puerta de la calle, porque creyó que el hijo ya estaba en su dormitorio. Así que el que no pudo entrar fue él, y lo asesinaron a cuchillo contra la puerta cerrada. 

Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen pero encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba ya no era el crimen mismo sino el tema literario de la responsabilidad colectiva. Pero ningún argumento convenció a mi madre y me pareció una falta de respeto escribir sin su permiso. Sin embargo, desde aquel día no pasó uno en que no me acosaran los deseos de escribirlo. Empezaba a resignarme, muchos años después, mientras esperaba la salida de un avión en el aeropuerto de Argel. La puerta de la sala de primera clase se abrió de repente y entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y en el puño una hembra espléndida de halcón peregrino, que en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Cayetano Gentile, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el momento de su muerte tenía en la hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal. Yo conocía entonces la entrevista histórica que George Plimpton le hizo a Ernest Hemingway en The París Review sobre el proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway le contestó: «Si yo explicara cómo se hace eso, algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación». Sin embargo, desde aquella mañana providencial en Argel, mi situación era la contraria: no me sentía con ánimos para seguir viviendo en paz si no escribía la historia de la muerte de Cayetano. 
Mi madre siguió firme en su determinación de impedirlo contra todo argumento, hasta treinta años después del drama, cuando ella misma me llamó a Barcelona para darme la mala noticia de que Julieta Chímente, la madre de Cayetano, había muerto sin reponerse todavía de la falta del hijo. Pero esa vez, con su moral a toda prueba, mi madre no encontró razones para impedir el reportaje. —Sólo una cosa te suplico como madre —me dijo—. Trátalo como si Cayetano fuera hijo mío. 
El relato, con el título de Crónica de una muerte anunciada, se publicó dos años después. Mi madre no lo leyó por un motivo que conservo como otra joya suya en mi museo personal: «Una cosa que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro».

GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: Vivir para contarla 

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